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Cada día hago menos y soy más

TACTO

Lo que no entra a examen

Lo que no entra a examen

Me enseñan lo que podría aprender con libros, y lo que no está escrito lo tengo que aprender por mi cuenta. Vivir es estar vivo. Algunos pocos conservan esta definición de la vida y aparecen en documentales como algo curioso y excepcional cuando somos nosotros, los primermundistas  y los que se mueren de pobreza en el intento, los que realmente somos de observar. Las matemáticas: 4/2 = 2. y 4000000/ 2000000 también = 2. Hasta ahí daría por bueno todos los avances en tecnología, ciencia, y cultura del bienestar. Pero el quebrado no sigue las proporciones. Algo falla. Qué les pasa a las mentes del mundo civilizado. Soy respetuosa con lo que me respeta y con lo que no, intento entender porqué pero me cuesta: la contaminación acústica es molesta, y tengo que hacer un laberinto para comprender qué está pasando por la cabeza del que en una retención se arma a pegar bocinazos. A mi no me resulta sencillo entender que está cansado y que por eso se altera. No quiero construir excusas estúpidas con argumentos de peso. Pero el atasco avanza y el ruido se aleja, y yo abro la saca y echo en ella otra incongruencia más con la que me toca vivir. El denominador se engorda y toca inflar el numerador con cosas inútiles. Los números rojos de mi contabilidad no se reflejan en el balance de las empresas del mundo. Su beneficio no contempla mis pérdidas, no me asesoran, no satisfacen mis necesidades vitales también de consumo. Pero no pasa nada porque no me ponen una soga al cuello, verlos como un pequeño colmado de barrio está en mi mano, y rehúyo de sus estrategias y optimizo sus adelantos. Recordar que me puedo mover a una velocidad que mis pies no alcanzan o conseguir pan y agua potable con un pequeño gesto, me aplacan frente al capullo del coche que me ensordece con su estridente ruido. Y cuando llego a casa, pulso un botón y aparecen imágenes de gentes incivilizadas a kms de distancia, con una lanza en la mano y un gesto tranquilo en su cara. Me miran. Yo les sonrío. Y me siento cercana estando tan lejos.

En la universidad de la vida, hoy han vuelto a contarme algo que no entra a examen pero que debo estudiar para darme mi aprobado, ese que no tiene nota pero que me satisface más que el sobresaliente académico.

Los entresijos de mi mente

Qué miedo perderse en los entresijos de la mente. Me cuestiono qué es lo realmente incuestionable en mi vida y qué hay de incierto en las afirmaciones que hago y que no cuestiono. Doy la vuelta a palabras eternas: Siempre, Nunca. Reviso la que más utilizo: Sentir. Pienso en la que más me aflige: Dolor. Agito la coctelera, extraigo ideas y sigo pensando: tengo argumentos para casi todo. Este “casi” se tiñe del color del día y se cuarta por la palabra Amor. Me obligo a pensar: el amor es una palabra que no utilizo y que no pienso. Escribirla me abruma. Como argumento no me vale. Pienso que no me gusta y me asusto. Qué hay de absoluto en todo lo que se escribe con ella, por qué tiene tantos detractores y tantos seguidores. Podríamos diferenciar la sociedad entre estos dos grupos y dejar lo de hombre/mujer como una anécdota sexista más del pasado. Imagino los grupos que conformarían esta inventada clasificación. Detractores: personas desquiciadas, reservadas y/o calculadoras, que descartan ver películas románticas, el color rosa y las novelas de Corín Tellado. Seguidores: personas sensibles, cursis y/o bohemias con gusto por el arte en general, fáciles de disuadir, con sentimientos de culpa que alternan con el de hacer sentir culpable. Sería divertido saber quién, de estos dos grupos, tiene mayor índice de analfabetización mundial, mayor longevidad, menor estatura media y mayor capacidad para el lenguaje, y cuál es el que tiene mayor capacidad de orientación, más masa muscular y es menor en número de población mundial. Pero no, caeríamos en ver, qué porcentaje de hombres y mujeres hay a cada lado de la balanza. Recuerdo una frase: el hombre, el peor enemigo del hombre. Y es verdad. Anda mira, algo que parece incuestionable.  Pero voy a ir más allá y voy a pensar que somos aburridos, sólo eso, que nos tomamos la vida en serio, pero solo aparentemente y eso además de aburrido es triste, muy triste, porque cada 3 segundos muere un niño de hambre en el mundo y eso si que es incuestionablemente muy serio y triste. Vuelvo a pensar en la clasificación hombre/mujer. Es evidente que en un gran porcentaje (quiero pensar que es incuestionable)  el tamaño de los genitales nos diferencia entre unos y otros. Algo tangible, mesurable: ideal para la rápida clasificación. Qué pena entonces que saquemos punta cuando el lápiz es de minas. Pienso en mi pensamiento viciado, contagiado y enriquecido por lo que me envuelve. Así no hay manera de pensar en el Amor, y sigo pensando, en sus derivados, y asocio: estar enamorada con la química del cerebro; amor fraternal con sentimiento gratuito; amor de pareja con invento social; amor por la vida con estado anímico; amor entregado con acto justificado; amor divino con sentimiento chantajeado. Amar por Amar... No existe, y si existe, que me lo traigan. Estoy dolida, recuerdo que esta palabra me aflige pero no me exonera de su sensación, y es que aún no he comido y no me imagino sin echarme nada a la boca, y menos morirme por no comer, y menos aún imaginarme que alguien famélico se cuestione todo esto. Pero me lo voy a imaginar. Quiero hacer reversible lo incuestionable. Quiero ser optimista y creer que en algún momento espacio temporal existe el Amor en su definición más generosa y que mi limitada y golosa mente no alcanza a ver. La incuestionable hambre me devuelve a pensamientos más banales y mi mente me acompaña dirección la cocina dándome palmaditas en la espalda.

Miro al sol con los ojos cerrados

 

 

 

Me gusta el sol de otoño. Siempre que puedo me mudo a mi balcón y  le planto cara sentada en un minúsculo taburete a cosa hecha. Desafío a lo ergonómico, apuesto por pensar que la comodidad es un invento para que nos satisfaga lo que no convence. Me apoltrono medio escurrida frente a él. Las piernas me miden medio metro más y los brazos me sobran. Intento olvidarme de mis extremidades y también de todo lo que minutos antes me ocupaba el pensamiento. Soy feliz. Y pienso en él, en la grandeza de su ser que me proporciona generosamente esta  sensación de estar rozando la perfección.

Cuando se acerca el invierno se vuelve tímido pero siempre sé dónde encontrarlo, por difícil que me lo ponga. Cojo carretera y manta y dejo atrás encapotados cielos, neblinas que lo translucen, para buscarlo en cielo raso y mirarlo con los ojos cerrados.    

En verano lo dejo trabajar, como camarero en chiringuito. Contemplo como los hoteleros se hinchan los bolsillos a su costa mientras pocos recuerdan lo milagroso de su existencia, proporcionarnos la vida que no teníamos. Y entonces pienso que igual que su olvido, el desprestigio también debería correr a cuenta nuestra cuando lo acusamos de enfermedades, incendios, catástrofes medioambientales y demás infortunios del humano incivilizado. Me cabrea recordarlo y entonces con sudores en el canalillo sentada en cómoda terraza alzo la vista y le digo en silencio que su omnipresencia no debería permitirlo, pero observo al camarero que remangado me sirve una horchata a precio de diez y me digo que su pasión por la gastronomía sucumbió también a devenir del conformismo, que todos tenemos precio, incluida yo que permito este negocio con mi presencia en tan caluroso lugar. La grandiosidad de nosotros mismos no depende del tamaño, ni del prestigio, ni del renombre. Nos la tenemos que ganar a diario.

Tengo calor y empieza a dolerme el culo. Es tu manera de avisarme de que ya me tengo que ir. Me encanta nuestra relación. Mañana seguimos hablando, si tú quieres.

Sentirse sola es positivo

Tener conciencia de que uno está realmente solo te permite disfrutar más de la vida. Así lo experimento yo, y así lo siento. Yo digo pocas cosas de mi misma porque estoy repartida por todo el cosmos, y más concretamente y que yo recuerde, entre las personas y lugares con los que he tenido, tengo y tendré relación. Experimenté esa sensación cuando estuvo mi madre ingresada en el hospital. Familiares iban y venían según la permisividad de sus horarios. Enfermeras acudían al auxilio de mi madre según el horario a cubrir esa semana. Médicos pasaban el parte de buena mañana, influidos por su estado anímico de sus respectivas vidas, vidas que podrían estar bañadas por alguna situación semejante a la mía, porqué no. Si se les había dado bien el día anterior, la capacidad de empatizar con el paciente era mayor, o por lo menos en apariencia, cosa que se agradece porque a mi manera de ver las cosas, en momentos poco deseables, es preferible una sonrisa forzada, un comentario estudiadamente oportuno, a uno que te recuerde la realidad que no te gustaría estar viviendo. Pero incluso si resultaba menos agradable daba igual. La presencia de todo este colectivo me era grata, tanto su aparición inesperada como su ausencia impensable; tanto la cordialidad del personal de limpieza como la estupidez del cuerpo sanitario. Todo me parecía una obra de teatro vista desde el púlpito, en el que yo, presenciaba lo que acontecía sin inmiscuirme en nada, como pura observadora. Por qué iba a molestarme o alegrarme. Mi realidad, mi dolor… era mío, egoístamente hablando me pertenecía. Y lo quería padecer yo y superarlo yo, en silencio, influida por lo que mis pupilas iban reteniendo durante los días de hospitalización, como cuando salimos pensativos de ver la obra de teatro. Pero es influencia, nada más. Sigues estando sola. Despotricar o agradecer lo que va sucediendo a tu alrededor es escupir en las aguas del río, caudaloso en su curso, reposado en su delta, algo previsible son sus movimientos, como lo es lo que sucedía a mi alrededor mientras permanecía al lado de mi madre. Remojar mis pies en el río, notando su gélida agua cuando el sol no lo toca, su cálido masaje en mis doloridas callosidades, mientras alzo la vista y veo el paisaje, lo bonito y cruel que hay en él, todo el ciclo vital de un solo día de un río, inalterable en el tiempo, pero en continuo movimiento, es lo que me hace sentir más tranquila. Tomar perspectiva me hace disfrutar de una panorámica que complementa la sensación vivida con mis pies dentro del agua, con mi madre en el hospital.