Me acerco a la parada de bus con el sigilo de quien entra a un cuarto en el que duermen. No quiero que me dejen asiento por estar embarazada y tras mi aproximación cautelosa permanezco de pie tras la marquesina. A los pocos minutos empiezo a tomar conciencia de la rigidez de mi cuello: un abultado bolso recién estrenado tira de mi trapecio izquierdo sin compasión. Lo quiero grande- le decía a la vendedora de la tienda. Me lo probaba y acto seguido exclamaba- ¡Buf, Pero qué grande que es! Es que no estoy acostumbrada y claro, no me sé ver…. ¿Otro como éste de grande, me lo podría enseñar?
Últimamente mis compras responden a la voluntad de cubrir las necesidades más abstractas de mi inminente maternidad, entendida como un desdoblamiento de mi persona que requiere ser abastecida con objetos que me resultan totalmente imprescindibles y que quizá nunca llegue a usar. Paula es alguien a quien nunca antes ví y que siento conocer de siempre.
Mientras busco la tarjeta de bus repaso a tientas estas cosas todavía innecesarias: una libreta de despejadas hojas donde anotar cosas que tengan que ver con ella, un bolígrafo escogido bajo el criterio de su imaginado gusto, colonia de fragancia fresca que intuyo le agradará, llavero de suave tacto al que gustará estrujar, y un sinfín de artilugios más que ocupan sin vacilar mi, cada vez más pequeño, bolso nuevo.
Desde la parada una voz masculina me llama:
-¡Yolanda, ven y siéntate!
-¡Hombre Pedro!, ¿qué tal? No,no, de veras estoy bien así, gracias.
-Es una orden, Yolanda. Íker- exclama a su hijo que a duras penas puede sentarse por la carteraza que lleva colgando de la espalda. En su caso es doblamiento de persona y es del todo literal. Me sonrío por el juego de palabras que se da en mi aburrida espera mientras su padre le ordena que me deje sitio. El niño obediente se echa hacia un lado sin quitar la vista de la consola y mi bolso y yo nos sentamos. Nos tiene a los dos acojonaos con tanta orden, pienso, sin dejar de sonreír. Mis divagaciones simplonas me mantienen callada y decido romper el silencio con poco acierto:
-Pero que grande que está. ¿Cuánto tiempo tiene?
–Tiene ya 6 años. Es de los más bajitos de su clase- me sentencia, percatándome de la incongruencia de mi cuestión. Decido callarme hasta nueva orden, y me vuelvo a sonreír por la estupidez que llevo en mi cabeza, por lo visto aumentada todo lo que el niño no ha crecido, me digo, asombrándome de la facilidad con la que la tontería se sigue apoderando de mí.
-¡Hacemos una buena media!- le exclamo sin saber.-Quiero decir que…- intento pensar en décimas lo que ya no tiene sentido-todo lo que tú te has adelgazado lo he ganado yo! Es que me he puesto enorme.
Le acabo de recordar que aún me acuerdo de lo que él desea olvidar, acompañado de una sonrisa que no me cabría ni en mi bolso nuevo.
Por fin viene el autobús y como era de prever nos dispone a su hijo y a mí en los asientos pertinentes. Una antigua compañera de clase me reconoce y me saluda por mi nombre. Yo no atino con el suyo, y decido remontar mi desventaja sin arriesgar:
-Qué tal, muchacha!,¿al cole?-le interpelo mirando a un pequeño que se agarra de su brazo.
-Sí, lo llevo a l’Escalada. Me pilla más lejos que el Lola Anglada, pero es que nuestro antiguo colegio ya no es lo que era. ¿Y tú que estás, embarazada?
-No…-le responde Pedro con una ceja medio arqueada.
La nueva interlocutora presenta síntomas de idiotez similares a los míos y eso me tranquiliza. Pedro ya puede asociarlo a algo propio de una edad, un estado, o, por qué no, unos estudios básicos impartidos en cierto centro. Pero poco dura su hipotético trabajo de campo porque la madre-amiga de la infancia se baja en la siguiente y mi conocido y yo volvemos a quedarnos solos.
El sol de las 3 entra por una de las ventanas y relaja todos mis músculos faciales. El traqueteo del bus nos mece a Paula y a mí y decidimos relajarnos lo que queda de trayecto. Estamos a gusto pese a tener a un metro al que manipula nuestra mente y nos hace decir tonterías que poco tienen que ver con la reflexiva conversación que mi desdoblado ser y yo llevábamos antes de llegar a la parada.
-¿Estás bien, Yolanda?
¿Será esta línea de bus lo que atonta a las personas?
-Sí, sí, estoy bien, Pedro, de fábula aquí con el solecito este que entra. ¿Y tú?
Me explica entonces los problemas que conlleva la escasez de tiempo en la paternidad y lo escucho sin interrupción desde mi soleado asiento.
-Como en diez minutos para poderlo acompañar hasta la escuela. Vamos en autobús porque lo quiero escuchar sin tener que estar por nada más. Intento sacar tiempo de donde no lo hay porque sé que luego es tarde para recuperar lo perdido y no puede haber mayor castigo que ese.
Llegados a su destino, pone en pie a su hijo mientras le sustrae el videojuego de sus entrenados pulgares y le obliga a darme un beso de despedida. Aún con la suavidad de su fresca mejilla en la mía y el recuerdo vivo de la conmovedora declaración de su padre, soy protagonista de algo del todo desconcertante: sus grandes manos agarran mi cara para plantarme un eterno beso en mis comprimidas mejillas, pero un frenazo improvisto hace que su desprevenido gesto acabe sobre mis estrujados labios.
Agarro mi socorrida libreta nueva para darle un uso del todo inesperado, y comienzo a escribir lo que ahora trascribo.